Lavar los pies ¡qué gesto tan magnífico! Lavar los pies hace que quien los lava se vea obligado a agacharse: Imprescindible agachar el ego, las autobúquedas, las gradilocuencias para servir de verdad. Quien se agacha no se humilla si lo hace por amor y desde el amor, al contrario, el amor confiere dignidad al servidor y al siervo.
Lavar los pies sitúa al servidor en contacto con una zona del cuerpo muy dolorida, a veces poco agradable... es decir, un servicio que atienda de verdad a la parte frágil y necesitada de la persona o de la sociedad.
Lavar los pies sitúa a quien se los deja lavar en la experiencia de reconocer que lo necesita y de acoger la ayuda que se le presta, quien se deja amar asi, en su dolor, en su pecado, en su miseria, siente el frescor del agua limpia del amor que no pide nada y lo da todo. Por eso el servido puede levantarse después y caminar con una dignidad recuperada.
Lavar los pies, es decir, vivir el servicio cariñoso en la cotidianeidad...¡eso es difícil a veces! Ceñirse la toalla del servicio cada día, ser el último...¡casi parece que va contra nuestra naturaleza tan dada a pasar cuentas o a buscar reconocimiento! Pero ahí reside el secreto de una alegría y una felicidad sin fin: agachado/a, lavando unos pies o junto a la cama de un hospital no pudiendo hacer sino estar, o preparando una comida con cariño, o limpiando un cuerpo que ya no se vale por sí mismo, o dando un beso que transmita ternura a quien está cansado, o... miles de gestos pequeños de auténticos héroes anónimos revolucionarios de la toalla.