Identidad, libertad y responsabilidad: tres manifestaciones de la
dimensión espiritual
El ser humano es el mamífero que
nace más desvalido. Venimos al mundo sin formar del todo, el ejemplo más claro
es el de nuestro cerebro. Al nacer éste está inmaduro, sin terminar. Esto que
sucede a nivel fisiológico queda más
patente aún en el nivel de lo que llamamos identidad
personal.
“Abierto por
obras”: el ser humano siempre en camino.
La respuesta a
la gran pregunta “quién soy yo” no llega nunca del todo. Nos pasamos una gran
parte de la vida intentando crear nuestra identidad (de los 0 a los 40 años,
más o menos). Pero todos comprobamos lo terriblemente complejo que resulta
poder decir quién se es, describirse. Experimentamos que en nosotros hay
evolución, cambio. A poco despiertos que
estemos hemos de reconocer que el paso de los años nos va haciendo cambiar de
perspectiva en referencia a nuestra autoimagen y a la comprensión de la vida.
Así, el ser humano es una
criatura en construcción. Aquello que denominamos “identidad personal” es algo
en continua evolución. Pero, cuidado, decir que la identidad evoluciona no
significa negar que cada uno de nosotros va llegando a pequeñas o grandes
“síntesis vitales” en las que podemos encuadrar una u otra escala de valores,
determinado posicionamiento ante el Absoluto, el conocimiento de una parte de
nuestra psique (allí donde uno dice sin demasiado miedo a equivocarse “yo me conozco”), etc. Se trata de esa “toma
de conciencia de sí mismo” a la que se refiere Marcel Légaut.
Tal toma de conciencia puede acontecer
a lo largo de la vida, de una forma fluida y sin estridencias, aunque no exenta
de sus momentos especiales. Pero no son pocos los hombres y mujeres que experimentan
la irrupción de una nueva toma de conciencia de sí mismos/as a través de crisis
existenciales provocadas por multitud de factores, a veces externos
(enfermedad, rupturas afectivas, pérdidas…), o internos. Sean cuales sean esos factores el
hecho es que quiebran el ser, afectan a la totalidad de la persona, tambalean
los cimientos. Teilhard de Chardin llamará
a esto “pasividades de disminución” que, a su vez pueden ser pasividades externas y pasividades internas. [i]De
alguna manera, hay una época para crecer y desarrollarse, época de construir el
“yo”, pero llega otra en la que toca dejarse “deconstuir”, “des-hacerse”.
Condición indispensable para que esta segunda fase en la vida no se aborte, es
la acogida, la receptividad. “Abierto por obras” sería el cartelito que
debiéramos colgar en nuestro ser. Es la apertura la condición sine qua non para que pueda suceder en
nosotros lo que debe suceder. Apertura a la vida que nos toca, que nos remueve,
que nos convoca a través de los demás, cercanos o lejanos, íntimos o meros conocidos,
a través de los acontecimientos agradables y desagradables, a través de las
pequeñas y grandes cosas. En todo ello titilan los ecos luminosos de una
dimensión interior, espiritual, que conjuga lo físico, lo psicológico y lo
trascendental.
El vértigo de la libertad: ¿es el ser
humano libre?
Los
cristianos afirmamos que Dios nos ha creado libres. El relato de la caída en el
libro del Génesis describe esta libertad sin ambages que hace que la criatura
pueda ir en contra de su Creador quebrando la armonía inicial. Es quizá en esa
construcción del propio ser, de la propia identidad donde el ser humano
experimenta más claramente el vértigo de la libertad. Ciertamente hay elementos
de la vida de una persona que no se pueden elegir: la familia en la que nacemos
y crecemos en los primeros años de vida, el país y barrio, el tipo de educación…
y no son precisamente elementos secundarios sino que pueden marcar la trayectoria
vital de una persona, sin embargo, ¿no conocemos todos casos de personas que
teniendo similares contextos vitales los articulan de maneras bien diferentes?
Lo que para uno es motivo de desestructuración,
de amargura y dolor, para otro puede convertirse en descubrimiento de
otras posibilidades y en estímulo para otras opciones más positivas. He ahí la
manifestación de la libertad humana. Existen los condicionamientos, pero junto
a ellos se erige la libertad de cada uno de nosotros. Terrible y misteriosa
libertad que a unos lleva hacia un armonioso desarrollo y a otros hacia la
pérdida del norte.
Con todo, cada persona acaba
teniendo la experiencia de su libertad. Ese momento en el que sé que la
decisión que yo tome la he de tomar yo y traerá unas consecuencias,
consecuencias para mí y para otros. Sólo si hay una verdadera toma de
conciencia de sí mismo pueden el hombre y la mujer afrontar el don de la
libertad haciendo un buen uso de él en pro del despliegue de su Ser. Sólo si
hay una profunda toma de conciencia de sí
podrá haber una toma de conciencia de los demás como “prójimos” y no
como obstáculos a eliminar del camino.
La inevitable
responsabilidad.
Y llegamos así
al fruto de la libertad que no es otro sino la responsabilidad. Nos aterra la
responsabilidad. Volviendo al relato de la caída recordemos que ante la
pregunta de Dios, el hombre culpará a la mujer y ésta a la serpiente: una
cadena de culpabilizaciones que pretende tan sólo derivar la responsabilidad de
las propias decisiones y actos en otro. En lenguaje coloquial hablamos de “echar balones fuera”. Es algo que sabemos
hacer muy bien. El ser humano anhela ser libre pero no asume fácilmente que tal
libertad comporta una gran responsabilidad: mis decisiones conllevan
consecuencias, fácilmente asumibles cuando son agradables para mí y para los
demás, generalmente rechazadas en un primer momento cuando se trata de
consecuencias negativas, en este caso rechazamos la responsabilidad personal. En
la asunción serena y lúcida de que somos responsables de nuestro desarrollo
personal y social, brilla también el eco de ese “algo más profundo” a lo que
llamamos dimensión espiritual.
[i] Para profundizar
en este concepto que resulta de lo más sugerente, recomiendo leer al propio
Teilhard: “El Medio Divino”.
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