Pentecostés. Un grupo de hombres y mujeres atenazados por el miedo, algo muy humano. Hasta ahí nada de especial. Como nos pasa a tantos, estos hombres y mujeres han asistido al batacazo total, a la ruptura absoluta de un proyecto. Claro, cada uno leía el proyecto a su manera. Cada uno había proyectado sobre Jesús sus deseos internos, quizá porque él sabía empatizar tan bien con los deseos hondos de todos/as... Pero a ellos y a ellas les faltaba la perspectiva de Jesús. Él había vivido no libre de miedo, sino afrontándolo, no dejándose esclavizar ni por el miedo ni por nada ni nadie. Jesús brillaba por su libertad total, absoluta, radical, casi retadora.
Allí estaban ellos y ellas, encerrados, casi ni osando respirar muy alto. Silencio denso de un grupo humano cuando en el aire flotan a la vez la patente cobardía de algunos, la traición de otro, la pérdida del ser querido y el sentimiento de culpabilidad hincándose en el corazón. Todo ha salido mal, todo se ha torcido...¿y ahora qué?
La presencia de María y de las mujeres que fueron hasta los mismos pies de la cruz donde murió Jesús hace casi más insoportable el paso de las horas. La presencia de Juan, el único que tuvo el coraje de hacerse presente sin miedo, sin alharacas, abrazando a María que tanto lo necesitaba... Todo ello dejaba más patente el sinfín de palabras y gestos inútiles de aquella noche.
Las miradas bajas, lágrimas silenciosas, oídos vigilando cualquier sonido al exterior de la casa... Pero, por encima de todo, la sensación de fracaso y de pérdida hincándose en el corazón, mordiendo las entrañas como un perro rabioso.
Entonces, justo entonces, la luz se abre paso. Una luz interior como de fuego, como de amanecer radicalmente nuevo. Justo entonces, por entre medio del miedo y del fracaso, todo se mueve, como un terremoto, el ser de cada uno/a de ellos/as se conmueve y parece que caen las paredes recias del miedo, la vergüenza y la culpabilidad.
Y se miran entre sí... Por primera vez en días, se miran, se ven los/as unos/as a los/as otros/as. Sus miradas se cruzan y brotan sonrisas. Comienzan a entender. ¡Torpes y necios!. Todo precisaba de una lectura más allá de los esquemas del ego. Ahora comienzan a despertar, se les regala despertar y ver. Las lámparas tenían aceite, pero no lo sabían. En el fondo de sus corazones había luz, pero no la podían ver afincados en el ego y en sus frutos: miedo, vergüenza, culpabilidad.
Y salen afuera. Abren puertas y ventanas para que todo se ventile, para que todo se deje iluminar. Abren su ser a la Luz más allá de toda luz. Se dejan llenar, remecer. ¡La misma vida de Dios en ellos/as!
Ahora comprenden sin comprender, ven sin ver, saben sin saber, se viven unidos/as al Todo, a todo, a todos/as, hablando el lenguaje de la humanidad verdadera, comprendiendo a todo/a hombre y mujer. Dejando atrás el pequeño personajillo del ego son UNIVERSALES.
Pentecotés: LA MISMA VIDA DE DIOS EN NOSOTROS/AS.
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