
Dicen que para contemplar un buen
cuadro hay que buscar la distancia adecuada, “desempastarse”. Me gusta este
término. Claro, visto así, desempastarse de uno/a mismo/a es bien complicado,
pero no imposible.
¿Cómo ganar distancia para verme, para percibirme a mí mismo/a en mis
auténticas dimensiones? Mi experiencia personal me ha mostrado dos caminos:
El primero es el camino de la
mirada del otro, del igual. El segundo camino es la mirada de Dios.

Por ello estoy convencida, no por
teoría, sino por experiencia personal, de que en esto de la autoestima los
demás tienen un papel vital en los primeros años de nuestra vida, pero después
también. Porque la vida es continuo cambio, “todo fluye” y, en los momentos
bajos o en los momentos de caída personal que todos/as tenemos, nada peor que
la compañía de quienes te miran por encima del hombro o de quienes consideran
estúpido y fuera de lugar tu queja, tu dolor, tu tristeza, tu desorientación.
Aún con una autoestima sana, en momentos así los otros pueden hundirte o
levantarte.
Habrá quien piense que es uno
mismo quien debe levantarse, quien debe alimentar su autoestima. Si, hoy está
muy de moda el “hágalo VD. mismo” en todo, también en el camino del crecimiento
personal, pero creo que nadie puede crecer ni avanzar si no hay encuentros
humanos y humanizantes en su vida. El maravilloso filósofo judío Lévinas habla
de “el rostro del otro” como condición de posibilidad de mi salvación. Es en el
rostro del otro/a donde me reconozco y me encuentro en gran medida.

El segundo camino es la mirada de
Dios. ¿Cómo explicar la potencia sanadora y liberadora de sentirse y saberse
mirado por Dios? Vienen en mi ayuda unas palabras del gran teólogo Karl Rahner:
El amor a Dios puede, efectivamente, abarcarlo todo, y sólo él. Porque
él sólo pone al hombre delante de Aquel sin el cual el hombre sería sólo la
horrible conciencia del vacío radical y de la nada. Él sólo está en disposición
de aunar todas las fuerzas múltiples, caóticas y entre sí opuestas del hombre,
porque ese amor lo refiere todo a Dios, cuya unidad e infinitud puede realizar en
el hombre aquella unidad que reduce a síntesis la multiplicidad de lo finito
sin eliminarlo.
El amor, sólo él, hace al hombre olvidarse de sí mismo (¡qué infierno,
si no se nos diera al fin lograr esto…!). Él sólo puede salvar todavía las más
oscuras horas del pasado, porque sólo él encuentra en sí valor para creer en la
misericordia del Dios Santo.
La mirada de Dios, que como tan
bellamente dice San Juan de la Cruz “es amar”, lo abarca todo de mí: luces y
sombras, lo manifiesto y lo oculto, lo fuerte y lo débil.
Y, mirándolo, todo lo
ama, todo lo recapitula, todo lo unifica generando como un nuevo nacimiento. La
mirada de Dios reúne en sí las más bellas miradas humanas y las supera, las
lleva a un nivel radicalmente distinto. Dejándome mirar por Dios, permito la
restauración de todo mi ser en su Ser. Todo ello porque Dios no puede ser sino
amor que ama o, de nuevo en palabras de Rahner “amor que desciende”. Ese fue el
poder de Jesús: el amor. Un amor que libera, que desata toda cadena de opresión
del hombre y la mujer. Ese era el atractivo de Jesús, un amor tal que
restauraba las dignidades perdidas, las autoestimas hundidas.
Sí, yo sola no puedo, necesito de
los demás y necesito de Dios para ganar distancia, para verme, para
re-conocerme, para aprender a amarme completamente. Sólo quien haya experimentado
el don del amor gratuito humano y divino, lo sabe: quien te cree… te crea.