Para
ser buen bailarín contigo
no
es preciso saber adónde lleva el baile.
Hay
que seguir, ser alegre,
ser
ligero y, sobre todo, no mostrarse rígido.
No
pedir explicaciones de los pasos que te gusta dar.
Hay
que ser como una prolongación ágil y viva de ti mismo
y
recibir de ti la transmisión del ritmo de la orquesta.
No
hay por qué querer avanzar a toda costa
sino
aceptar el dar la vuelta,
ir
de lado, saber detenerse y deslizarse en vez de caminar.
Y
esto no sería más que una serie de pasos estúpidos
si
la música no formara una armonía.
(Extracto del poema de
Madeleine Delbrel El baile de la obediencia)
Escribo
estas líneas desde el más absoluto respeto hacia el marido, la familia y amigos
de AGNÉS LASSALLE. No suele resultar acertado interpretar los gestos que otras personas
hacen desde lo más profundo de su corazón, porque, sin quererlo, le ponemos
nuestro punto de vista, nuestra sensibilidad, nuestra total subjetividad y
podemos tergiversarlo todo y restarle la belleza de la que nace y su sentido. Pero
es que a mí me ha cautivado y me ha impactado en el centro del alma esa danza
de su marido ante el féretro.
Es
una imagen ante la que las palabras no atinan a poder expresar más de lo que el
mismo gesto expresa. El gesto por sí mismo lo dice todo, absolutamente todo. Lo
que dice es AMOR. Y ya está. No debería nadie añadir nada más.
Sin
embargo, me voy a arriesgar y a dejarme llevar por todo lo que en mí moviliza
esa danza, ese baile. Y, aquí, es pura interpretación mía que, repito, desea no
estropear la inmensa y rotunda belleza y hondura de ese momento.
He
visto varias imágenes de ese momento y, cada vez, me resuena dentro, muy
dentro, el hermoso poema de Madeleine Delbrel, la gran mística y activista
francesa también. Del mismo modo vienen a mi recuerdo las numerosas
invitaciones a la danza que atraviesan los salmos y pasajes de la Biblia.
Me
surge dentro un rayo de esperanza al ver a este hombre danzar. Un hombre al que
le han arrebatado a su esposa. Un hombre que, seguramente, gozaba bailando con
su mejor pareja de baile: su mujer, su compañera. Un hombre que parece decirle a su mujer: "soy un buen bailarín contigo".
A mí
hoy, el baile de este hombre, sosteniendo con infinito amor y dulzura la
cintura y la mano imaginaria de su mujer muerta, me arrebata el corazón y me
hace llorar. Porque ahí se resumen el amor, la entrega, el cariño, la ternura,
el disfrute juntos, el camino hecho baile, danza de la vida compartida que
vivían él y su mujer.
Ese
baile, al que se suman amigos, familiares, esa canción elegida, se me antojan
una manifestación que dice todo, que expresa que podemos danzar junt@s. Que el
ser varón o mujer no es sinónimo de nada, sino posibilidad de todo lo bueno, lo
bello, lo verdadero.
Varón
y mujer en danza en camino, en vida compartida. Respuesta a la locura oscura y
triste, con otra locura, la locura del Amor que nos hace danzar en medio de la
tristeza, de la muerte, de la pérdida.
Lo
femenino y lo masculino que, unidos, generan Vida: música, baile, armonía, belleza,
bondad…
“Y esto no sería más que una serie de pasos estúpidos
Si la música no formara una armonía”
Esto,
la vida con sus aguas turbulentas, con sus noches y con sus amaneceres, con su
dosis de dolor y absurdo, no sería sino esa serie de pasos estúpidos si
no fuéramos capaces de Escuchar la música de fondo, armonía que subyace a lo
existente. Armonía que proviene del Amor.
Este
hombre que danza su amor en medio de su duelo, que danza solo para la mirada superficial,
pero en inseparable pareja para los ojos del corazón, este varón danzante, ha
escuchado y ha amado… Ha amado tanto que escucha más allá del grito de su
entraña y danza con su amada.
Se me antoja un gesto de resurrección, como si dijera “Talitha Kum”… Es su danza una puesta en escena del Cantar de los Cantares:
"Levántate, amada mía, ven conmigo preciosa. Mira que ya no hace frío y ha dejado de llover. ¡Han nacido flores nuevas y los pájaros han vuelto a cantar! El arrullo de la tórtola se escucha en nuestra tierra..." (Cant 2, 10-13).
Como si anunciara, en medio de la muerte hiriente y absurda, la resistencia de
la Vida, la potencia regeneradora del Amor. Su danza anuncia que el Amor es
quien tiene la última palabra, que el Amor es el arma más poderosa, que el Amor
no conoce las barreras de la muerte.
Veo
en ese varón que danza, la imagen de lo que hombre y mujer están llamados a
vivir en la sociedad y, desde luego, en la Iglesia. Ser compañeros de baile.
Compañeros creativos, respetuosos, amables. Aprendices de la armonía que posee la
música de fondo que suena para todos/as. La música del Amor que da sentido y
raíz a la Vida, el Amor que nos eleva y hace danzar aunque vengan
“maldadas”. Esa es nuestra común vocación.
No puedo evitar, por
último, leer ese gesto desde mi sensibilidad de imperfecta seguidora de Jesús y
ver en ese hombre una parábola del Dios danzante, del Dios bailarín que danza
con nosotros la Danza de la Vida aún en la muerte causada por la ceguera y
locura humanas. Danza de lo humano y lo divino que en Jesús de Nazaret confluyen en inseparable unión. Danza sorprendente, preludio de Resurrección, del Aleluya eterno que está
invitada a cantar y danzar toda la Humanidad:
"HAY QUE SEGUIR, SER ALEGRE, SER LIGERO..."
Quiero vivir así: quiero se alegre aún con el sufrimiento que la vida me traiga, quiero ser ligera aún cuando el entorno se me antoje tan rígido y enquistado. Quiero danzar suave y grácil y, sobre todo, acompañada, la Danza sin fin de la Vida que se me ha regalado.
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