Me envía un sacerdote amigo esta preciosa reflexión que nos ayuda a situarnos en la verdadera Navidad, en el Misterio profundo, retador incluso dramático de la Encarnación de Dios, tan y tan alejado de lo que nos hemos habituado a "vivir": una navidad de regalos prescindibles e incluso impersonales tantas veces, comilonas, fiesta por la fiesta sin apenas recuerdo ni memoria de lo que de subversivo tiene recordar y celebrar que Dios se hizo persona humana en medio de la noche, en un contexto de pobreza señalando lo que sería la vida de Jesús caminando con los marginados, denunciando injusticias y unida irremisiblemente a la Cruz, todo como camino hacia la verdadera Vida. Navidad y Pascua son dedos que señalan en una única dirección: abajarse, vaciarse, morir para poder vivir de veras.
Añadir que quien me envía el texto, vive en comunidad con inmigrantes y desfavorecidos en una casa abierta en Vitoria. Ellos y ellas encarnando de verdad la Navidad verdadera. Gracias José Mari y comunidad.
El Elogio de la Navidad
Allá por los años setenta no era raro encontrar en alguna iglesia alemana un belén presidido por el siguiente texto: “El establo, el hijo del carpintero, el predicador entre gente humilde y el patíbulo al final son resultado del material histórico y no fruto del material dorado, preferido por la leyenda”. Lo llamativo de este texto es el nombre de su autor: no lo escribió un fervoroso teólogo cristiano, sino Ernst Bloch, filósofo marxista y ateo. Nunca escatimó este autor de una monumental filosofía de la esperanza elogios a Jesús de Nazaret: “Aquí aparece un hombre bueno con todas las letras, en toda la extensión de la palabra, algo que no había ocurrido nunca”. Como credencial de la bondad de Jesús exhibía Bloch su “tendencia hacia abajo”, es decir, su decantación por los pobres y marginados de la tierra. Y, naturalmente, el “establo” al comienzo de su trayectoria, y el “patíbulo” al final simbolizan vigorosamente esa opción por los más débiles.
Todos sabemos quiénes son los débiles de la economía, de la política, de la sociedad, de la vida. Dostoievski los evocó dramáticamente a todos en su novela Humillados y ofendidos, una novela necesariamente larga, como largo es el recuento de los maltratados de la historia. Bloch diría que, en algún sentido, los evangelistas Mateo y Lucas los convocaron a todos al “establo”. Conscientes del relieve de la persona cuya vida, muerte y resurrección iban a narrar, estos dos evangelistas intentaron reconstruir su árbol genealógico. En la reconstrucción de Mateo tienen un puesto de honor los débiles. Es llamativo, por ejemplo, que falten en su lista los nombres de mujeres famosas del Antiguo Testamento, como Sara y Rebeca. ¿Pretendió Mateo destacar ya la tendencia hacia abajo, hacia lo desconocido, hacia lo mal visto, de Jesús y del naciente cristianismo? En cambio, nombra a Rajab, mujer de cuyo matrimonio la Biblia nada sabe. En general, las mujeres mencionadas son, con motivos o sin ellos, de dudosa fama. Y un último dato que no puede ser casual: las cuatro mujeres nombradas en la lista son extranjeras. ¿No estaremos ante una temprana superación de los límites étnicos y geográficos, hoy de tan necesaria actualidad?
Lo que es indudable es que el establo nació con vocación de universalidad, algo legítimo siempre que no se trate de una universalidad impuesta. Es cierto que inicialmente, según informaba allá por el año 90 el historiador judío Flavio Josefo, la “tribu” de los cristianos estaba formada de “esclavos y desarrapados del mundo mediterráneo”. Pero bien pronto aquella “funesta superstición”, como llamó Tácito al cristianismo, amplió su radio de acción. La nueva religión, nacida al amparo del “hijo del carpintero”, dejó enseguida constancia de su honda preocupación social. Además de anunciar las bondades del más allá insistió en la necesidad de ponerlo “todo en común” en el más acá. Hubo frentes fijos y privilegiados: los huérfanos, las viudas, los ancianos, los enfermos, los pobres, los discapacitados. Sin olvidar el sentimiento de grupo, de comunidad, que la nueva religión fomentaba. Entonces, como hoy, la soledad hacía estragos. Epicteto describió “el horrible desamparo que puede experimentar un ser humano en medio de sus semejantes”. No es de extrañar, pues, que el mundo pagano, inicialmente poco simpatizante del nuevo movimiento religioso, terminase reconociendo que, aunque los cristianos no habían inventado el amor al prójimo, lo practicaban con notable efectividad.
El árbol genealógico reconstruido por Mateo y Lucas, los únicos evangelistas que narran la infancia de Jesús, pretendía situar a Jesús en este mundo. Deseaban destacar que el “predicador entre gente humilde” no cayó de un cielo resplandeciente y estrellado. Le precedieron unas generaciones que se movieron, como las nuestras, entre la generosidad y la intriga, entre la grandeza y la miseria de todo lo humano. Ellas son un indicio fiable de que, por mucho que se la maltrate, la moral nunca se rinde. Si hemos llegado hasta aquí, si la “furia de la destrucción” (Hegel) no ha acabado con todo es porque somos constitutivamente morales. La moral nunca será un “mobiliario muerto” (Fichte).
Es indudable que el “establo” nació con vocación de universalidad
El nacimiento de Jesús de Nazaret no fue registrado por las crónicas de la alta sociedad de su tiempo. Los evangelistas se cuidan de constatar que fue anunciado a unos pastores, gente mal vista, con fama de asaltar a los peregrinos y de permitir que sus ganados pastasen en la propiedad ajena. Los protagonistas del nacimiento, María y José, eran gente sencilla de pueblo, débiles económica, cultural y socialmente. La debilidad es, pues, el marco que preside la entrada del Nazareno en este mundo; debilidad cuya presencia se irá haciendo más densa día tras día hasta culminar en el “patíbulo”, símbolo de ignominia y marginación.
Por último: el evangelista Mateo evoca la presencia de una estrella que brilla en el cielo y conduce a los Reyes Magos al “establo”. Curiosamente una de las etimologías del término “Dios” es “div” o “deiv”, que significa brillar. Es una palabra que tiene su origen en la experiencia de la contemplación del firmamento, de las estrellas. Expresa lo que todos sentimos cuando elevamos nuestros ojos al cielo: admiración, sobrecogimiento, dependencia, invocación, fascinación ante tanta grandiosidad. Enseguida nos viene a la mente el “cielo estrellado” que tanto impresionaba a Kant, o “el silencio de los espacios infinitos” que sobrecogía a Pascal, o la experiencia de lo “tremendo y fascinante” que con tanto acierto acuñó R. Otto. El cielo “se lo saben” los científicos, pero nos sobrecoge a todos.
La otra etimología del término Dios, propia de las lenguas germánicas y anglosajonas (Gott, God), podría derivarse de la raíz indogermánica “hu” que significa llamar, suplicar. Remite a la experiencia de invocar al Misterio, al fundamento último de la realidad, a Dios, desde una situación humana de profunda necesidad, sufrimiento y desamparo. Es lo que hacen los Salmos. Intentan conmover a Dios, suplicarle, darle gracias.
Jesús vivió en permanente roce con las víctimas del injusto reparto de los bienes de esta tierra.
Los evangelios informan escuetamente de que Jesús murió en la cruz dando un grito fuerte, invocando a Dios y preguntándole por qué le había abandonado. Es posible que en sus últimos momentos Jesús experimentase crudamente la ausencia de Dios. Tal vez lo más correcto histórica y teológicamente sea decir que en la cruz la confianza de Jesús en Dios fue puesta duramente a prueba. Experimentó, en palabras de Hölderlin, que “Dios ha hecho el mundo como el mar hace la playa: retirándose”. Bloch tenía razón: hubo establo al principio y patíbulo al final; y en medio, también lo señala Bloch, permanente roce con la “gente humilde”, con las víctimas de la desigualdad y del injusto reparto de los bienes de esta tierra. No es un mal elogio ateo de la Navidad.
Manuel Fraijó
Catedrático emérito de Filosofía de la UNED.
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