El ir y venir de la mente humana, de lo que nos interesa y deja de interesar a los humanos, no deja cuando menos de causarme una sonrisa. Una de las ventajas de ir cumpliendo años, aunque no muchos, es comenzar a poder ver y reflexionar ciertos asuntos desde la famosa “perspectiva que dan los años”. Oía hablar de ella cuando era joven y pensaba que era un mantra de personas “mayores” para quitarle importancia a las opiniones y pasiones de mi joven vida.
Ahora lo entiendo porque lo percibo.
Sí, los años dan una perspectiva y de eso versa la entrada de hoy en referencia
a la “no moda”, “la moda” y de nuevo quizá la “no-moda” de la traída y llevada
y, creo yo, maltratada “meditación”.
Espero saberme explicar porque el
tema es denso y se las trae. Simplemente acudiré a mi bagaje personal, lo cual,
ha de dejar claro al lector o lectora de esta entrada, que la subjetividad como
siempre andará por medio como en todo pensamiento humano.
La cuestión es que a mis quince
años de edad ya me encontré con adultos que me ayudaron a orar en silencio, a
cerrar los ojos, a escuchar a Jesús sin hablar demasiado. Todo ello en medio,
por supuesto, de una vida de grupos de fe, oración, compromiso cristiano donde
la oración era también canto, gestos, símbolos, “compartires” emocionados… Pero
junto a ello, la vía del silencio también me fue favorecida y nunca lo
agradeceré lo suficiente, aunque he de reconocer que no hacía falta insistirme
mucho puesto que por temperamento siento una irrefrenable querencia hacia el
silencio como lugar donde reubicarme a pesar de ser persona que ama la
conversación y las risas.
A partir de ahí para mí la
oración personal siempre ha tenido mucho de silencio, de mirar y dejarme mirar,
a la vez que de dejarme iluminar por la Palabra y dejarme confrontar y enseñar
por la vida. Oración y vida de la mano, las dos iluminándose y nutriéndose
mutuamente.
Hace más de veinte años fui
sintiendo de qué modo necesitaba del más absoluto silencio en mis encuentros
con Dios. Fui reaprendiendo a resituar mi corporalidad en esos procesos tan necesarios
de silenciamiento que no son el Silencio, pero nos preparan a ello. Tenía cierto
“recorrido”, había tenido bastantes personas significativas de las que aprender
en el ámbito de mi vida cristiana. Más tarde pude enriquecerme con aportes
desde el zen y, finalmente, gracias a la formación en Leibterapia personal,
método Dürckheim, pude terminar de situar mi ser corporal en la vida interior
de tal forma que me abrió a la hermosa experiencia de corporeizar mi ser espiritual
y mi experiencia espiritual.
En este proceso, a la par, fui
creando mi método de Educación de la Interioridad con mis alumnos de Secundaria
en Barcelona entre los años 1999-2004. Paso a paso, con ellos, en el aula. Yo aprendía,
descubría y redescubría todo un mundo maravilloso en experiencias, con cristianos
y no cristianos, vivía mis cambios, recibía luces y descubría el modo de adaptar
toda esa riqueza y sabiduría al mundo adolescente.
Así, un buen día (hablo de
finales de los 90 del siglo pasado) comenzó a sonar por todos sitios
(conferencias, artículos en periódicos, programas de TV, libros) que la ciencia
corroboraba la bondad de la meditación para la vida humana. Mejoras en el cerebro,
en la fisiología en general, reducción de niveles de estrés, etc. Evidentemente
me alegré y siempre que alguien me hablaba de ese tema o leía algo pensaba:
“qué bueno que la ciencia descubra y certifique ahora lo que el espíritu humano
sabe desde siempre con razones que la razón no entiende”. Así que yo también ofrecía
esos datos en mis cursos a adultos y los comentaba con mis alumnos, incluso comentábamos
en el aula imágenes del cerebro mientras se medita. Pero siempre supe que lo de
escuchar lo profundo de mi ser, lo de atreverme a recorrer el camino interior
y, sobre todo, lo de ir al silencio, es mucho, muchísimo más que sólo una aportación
para “sentirme mejor”. Tantas veces en ese silencio aúllan nuestras fieras
interiores, llora nuestro niño herido, nos amenaza nuestra sombra no acogida,
se nos aparecen con claridad nuestros errores y nuestros miedos…
Así han ido pasando más de veinte
años. A lo largo de eso años he asistido al proceso por el cual “lo de la
meditación” pasó de ser algo curioso e interesante y sonaba un nuevo método
llamado “mindfulness” a ser ya un verdadero “tsunami meditacional”. Recogiendo los estudios y prácticas del
creador de la práctica de la atención plena para la reducción de los niveles
de estrés (mindfulness) Jon Kabat-Zinn, ha pasado a ser un método que se
aplica en casi todos los ámbitos, desde el mundo empresarial hasta la escuela.
El número actual de expertos y expertas en mindfulness resulta para mí al
menos, más sorprendente que el milagro de la multiplicación los panes y los
peces.
Pues ahora, oh vida, proliferan
estudios, artículos, libros que demuestran o medio demuestran justo lo
contrario, casi, casi que meditar no sirve para nada de lo que decían que servía. Que
los supuestos datos científicos no lo eran tanto, etc. En fin, lo de siempre,
nos vamos de un extremo a otro, eso sí, con “datos” científicos por bandera.
Y me parece a mí que corremos una
vez más el peligro de “tirar al niño con el agua sucia”. De alguna manera hemos caído en
la trampa de reducir los procesos del yo profundo, los caminos de la interioridad
humana a datos científicos acerca del funcionamiento cerebral y hemos dado por
bueno aplicar técnicas de atención plena por ello. Pero en el camino de
“normalización” de algo que hasta no hace mucho a la mayoría de las personas
les parecía raro o hasta una pérdida de tiempo, hemos renunciado por ignorancia
a lo que está más allá de la atención plena y más acá de la profunda vida
humana: la subjetividad. En este sentido dice Éric Rommeluère en su
libro “Sentarse y nada más. Una iniciación a la práctica de la meditación zen y
una crítica del mindfulness”:
Los estudios consagrados a los
efectos de las prácticas meditativas suponen que todos los sujetos estudiados
meditan. Los maestros de meditación no están de acuerdo con este planteamiento.
Trabajan con una experiencia en vivo, saben que sus estudiantes no meditan,
sino que “intentan” meditar (la diferencia es fundamental). En efecto, una
misma técnica de meditación puede tener efectos diferentes según la persona:
para unos puede ser una fuente de apaciguamiento, y para otros, de ansiedad o
de dificultad, pues el ser humano no es un material, también está constituido
por sensaciones, deseos y emociones. Cada técnica reverbera de una manera
particular según la historia física y psicológica de los individuos. La
asiduidad y la experiencia no garantizan una meditación “exitosa”.
Especialmente relevante me parece
también la alusión del autor a la relación maestro-discípulo en los caminos del
zen que también yo he vivido en lo que denominamos “acompañamiento espiritual”
en el ámbito cristiano.
El maestro de meditación no es
el observador pasivo de un experimento en el que se analizan las entradas (edad,
sexo, duración de la meditación) y las salidas (presión sanguínea y frecuencia
eléctrica del cerebro) sin preocuparse de su contenido. Él sondea el núcleo de
la experiencia y es consciente de estar implicado en este intento de
meditación. Para él, ningún practicante es anónimo o intercambiable, dado que
ninguna experiencia meditativa es similar a otra.
Como verás si has podido leer
hasta aquí, lo del mindfulness me interpela, cuidado, sé el bien que hace a
tantísimas personas que pierden el miedo al silencio gracias a la práctica de
las ocho semanas. Sin embargo, hay algo que me genera un cierto desasosiego, lo
confieso. En general, parece que el mindfulness ha eliminado prácticamente del
lenguaje la palabra “meditación” u “oración”: ahora todo aquel que se aquieta,
que escucha, que se detiene, que respira… “hace mindfulness”. Yo no he hecho ni
hago mindfulness, ni lo haré, no siento el menor interés porque no lo necesito
como herramienta ni para bajar mis niveles de estrés ni para vivir mi relación
con Dios. Pero tampoco “hago” oración, sino que es la oración la que me
rehace a mí. Yo, como tantos meditantes, y tantos orantes, intento orar,
intento ponerme en la Presencia de ese Dios amoroso, Padre/Madre que me revela
mi verdadero rostro en su rostro y ahí, sí, aquieta mis dispersiones, silencia
mis ruidos, amplía mi mirada, me interpela, me reorienta… Pero el “más acá” es
eso, es el camino de humanización que la oración despierta en un creyente al
contacto con Dios, lo otro, lo que pasa en mi cerebro, lo que le pasa a mi
riego sanguíneo, lo de mis niveles de estrés, se da por añadidura, no es falso,
sucede y puede medirse, pero “no confundamos el tocino con la velocidad”.
Si no situamos bien las cosas, si
no profundizamos, todo el esfuerzo amoroso que tantos y tantas hemos hecho y
seguimos haciendo por traer los caminos de silenciamiento, de conexión integral
e integradora con la interioridad humana especialmente en la escuela, puede que
sean desdeñados en pro de los nuevos datos ciéntificos.
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