Se levantó de la mesa,
caminaba con esa armonía suya,
firme y suave a la vez.
Entre sus manos tomó una toalla y una jofaina,
se ciñó la toalla, lo hizo como la mujer que se apresta a lavar a su niño,
a preparar la comida, a limpiar la casa;
como el labrador que se prepara para recoger la mies,
como el pescador que recoge la red...
En él, en cada uno de sus gestos,
se recapitulaba la faena de cada día,
de cada hombre, de cada mujer.
Se acercó y se arrodilló
y el mundo entero quedó en suspenso
porque nunca nadie vio
a dios alguno
arrodillarse a los pies de su criatura.
Y de nuevo, en ese joven hombre de Nazaret,
Dios escribió una página nueva
haciéndolo todo nuevo
como aquella noche en Belén
cuando lloró un Niño en brazos de un hombre y de una mujer
y Dios iluminaba la noche en él.
Sus manos de sanador y amigo, manos que acariciaban a los niños,
tomaron con delicadeza los pies ajados, sucios y cansados
de unos hombres espantados
que no podían dar crédito a lo que se les revelaba
en aquel hombre, en aquel hacer...
Lavó los pies, los acarició,
reconoció en cada uno de ellos el camino de la Humanidad,
su torpeza y necedad,
su pureza y su esperanza.
Lavó los pies con amor,
con sencillez, sin alharacas, ni poses,
sin más explicaciones que las necesarias: "Si no os dejáis lavar los pies, no podéis ser mis discípulos"
Así, en un joven hombre arrodillado, Dios encarnado,
COMENZÓ LA REVOLUCIÓN DE LA TOALLA.
ELENA ANDRÉS SUÁREZ
1 comentario:
Gracies Elena, ens dona una gran lliço de humilitat..!
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